Cerveza en la Edad Media: a la salud del padre abad

CERVEZA EN LA EDAD MEDIA

HISTORIA CERVECERA II

Autor: Ángel Montes

Cada época a lo largo de la historia de la cerveza ha tenido sus costumbres, modas y tradiciones, y la cerveza, por supuesto, no ha escapado a las tendencias. Ya descubrimos los días dorados de la cerveza egipcia en el Antiguo Egipto, sin embargo, su popularidad decayó con el esplendor de Grecia y Roma.

 

Los griegos habían aprendido de los egipcios las recetas para hacer cerveza y las habían adaptado a sus gustos para elaborar distintos tipos, como el zythum o “vino de cebada”. No obstante, y como ya sabrás, sentían predilección por otra bebida fermentada procedente de la uva, el vino. Este lo identificaban además con los paladares más refinados de las clases altas, mientras que el pueblo llano ahogaba sus penas en la cerveza que ellos mismo elaboraban, denominada brytos.

 

En el caso del imperio romano, no solo heredaron de los griegos ese concepto social de la cerveza, sino que le añadieron también una cuestión de orgullo patrio: el vino era la bebida estrella del imperio mientras que la cerevisia era la preferida de las tribus bárbaras del norte. Sin embargo, de aquellos pueblos, en concreto de los galos, aprovecharon los romanos varios avances técnicos en la materia, como el empleo de toneles de madera para fermentar, guardar y transportar aquella cerevisia, término que acabaría echando raíces en Hispania hasta convertirse en el actual ‘cerveza’.

Tuvieron que pasar algunos siglos para que la cerveza volviese a gozar de la popularidad de antaño

Cuando se fundaron los primeros monasterios, hacia los siglos VI y VII, tenían la obligación de autobastercerse, y por ello cada uno contaba con su propio espacio destinado al proceso de elaboración de cerveza, de presencia destacada en la alimentación cotidiana de los monjes. De hecho, durante algún tiempo fue el único alimento que se podía tomar durante la Cuaresma (más de uno se apuntaría, ¿qué no?). El gusto por la bebida y el tiempo disponible hizo que los monjes estudiasen todas las formas posibles de perfeccionar la producción, alcanzando cada vez mejores y más variados sabores gracias a los diferentes ingredientes de la cerveza que acabarían por reconquistar a la población.

En la gran ciudad

La exclusividad cervecera de los monjes cambió a finales del siglo VIII, durante el reinado de Carlo Magno. El emperador ordenó reunir en la corte a los mejores ‘hacedores’ de cerveza y poco a poco estos comenzaron a extenderse por todas las grandes ciudades, y más tarde por las villas menores. Esto permitía que el precio de la cerveza fuese menor que el del vino y además ya podía encontrarse en casi cualquier mercado. Al final, cada núcleo de población contaba con su propia cerveza, y para su producción había que pagar un impuesto al señor feudal (ahí le vio el negocio Carlo Magno).

En la ciudad belga de Gante, hacia mediados del siglo XIV, se plasmó por escrito la primera receta de cervezas ale, y un par de siglos más tarde se elaboraría el primer tratado cervecero. Por estos y otros escritos podemos saber hoy que aquella cerveza era bien distinta de la que bebieron egipcios, griegos y romanos: había evolucionado notablemente y seguiría haciéndolo a lo largo del medievo en casi toda Europa.

En el caso concreto de España, sin embargo, no era sencillo echar mano de una cerveza helada. Al encontrarse buena parte de la península bajo dominio musulmán, las bebidas alcohólicas eran materia delicada. No obstante, hay constancia de que en Al-Ándalus podía comprarse cerveza (tipo ale) en los mercados de las principales ciudades, y de hecho, algunos autores andalusíes hacen referencia en sus escritos a recetas cerveceras.

El fin de la era gruit

Para la elaboración de la cerveza medieval se usaban distintos tipos de cereales. Cebada, trigo, avena o centeno eran algunos de los cereales de la cerveza más utilizados, sin embargo, había un ingrediente introducido por los monjes que definía su sabor y que hoy se ha perdido en su elaboración: el gruit (grutum), que se añadía a la malta. Durante mucho tiempo aquel ingrediente estuvo envuelto en el misterio para los estudiosos de la cerveza, hasta que el análisis de diversos documentos de la época permitió comprender que se trataba de una mezcla de cinco o seis plantas silvestres secas, en polvo, combinadas con resina de pino. La composición precisa de las hierbas, que en ocasiones eran ligeramente narcóticas, era guardada celosamente por los maestros cerveceros.

El papel del gruit era tan importante que incluso existía el oficio del ‘gruitier’, a quien había que comprarle aquel preparado para poder elaborar la cerveza. Buena muestra de la relevancia que adquirió la figura del ‘gruitier’ es el edificio (y museo) Gruuthuse, en la ciudad de Brujas. ¡Ya lo estamos apuntando para nuestro próximo viaje!

Pero tras algunos años de esplendor, el gruit dejó paso a un nuevo ingrediente, el lúpulo. Aunque se venía cultivando en los monasterios desde el siglo VIII, no fue hasta el XII cuando los monjes comenzaron a probarlo en la cerveza. Además de aligerar la bebida con su toque amargo, el lúpulo ayudaba a conservar mejor la bebida contra levaduras silvestres, mejorando así las posibilidades de su comercialización y distribución a mayores distancias. Es a partir del empleo de las propiedades del lúpulo cuando en el norte de Europa comienza a denominarse bier a la cerveza (que derivará en el beer anglosajón, el francés bière, el italiano birra o el turco bira). En la Península Ibérica, sin embargo, se mantendría el latinismo cervesia.

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